En
el año de 1200 el Soberano del Cuzco, Inca Roca redujo a obediencia a los
indios charcas incorporando el extenso territorio de su dominio a la
jurisdicción del gobierno central, y que concedió por privilegio especial
acordado el momento mismo de la rendición, que fuera un miembro de la real
familia quien gobernara el pueblo charca y organizara el distrito en
condiciones de superior jerarquía, componiendo su Corte de amautas, ñustas y
jampiris presididos por el Gran Sacerdote, a fin de que Choke-chaca fuese
siempre una capital importante, a cuyo embellecimiento y riqueza contribuiría
los tesoros argentíferos de Porco y los inagotables lavaderos de oro del
oriente, más tarde denominados El Dorado Chico y Mandinga.
Y Choke-chaca fue esa ciudad indígena de privilegio para el Inca, ciudad cuyo caserío tendido en las faldas del Churukjella y rodeado de jardines y campos de eterno verdor, concentró en sí todo lo más granado de la aristocracia de Charcas y supo dar frecuentes e indudables muestras de valor, cultura, y lealtad a la causa del poderoso imperio incaico.
Era la agricultura la dedicación constante de la población, todos trabajaban, todos contribuían al bienestar común empujando el arado sin distinción de edad ni sexo y abriendo el surco donde había de levantarse el gallardo maíz de apretadas mazorcas.
Pero cierto día la actividad agrícola fue brusca y dolorosamente interrumpida por las noticias en todo el imperio por las cachas, ágiles y resistentes corredores que hacían el servicio de comunicaciones de la Corte, quienes habían transmitido que hombres blancos y barbudos que despedían rayos y que cabalgaban en bestias feroces aprisionaron al emperador en Cakca-marca, lo que para darle libertad exigían enormes cantidades de plata y oro en rescate.
Veinte días pasaron ya desde que fueran conocidas las noticias de Cakca-marca, y de todos los puntos de la provincia transmitíanse al Gran Cacique gobernador en Choke-chaca los sentimientos pesarosos de los súbditos de Atahuallpa, cuya conducta traidora para con Huáscar, el legítimo soberano del Cuzco, no era bien conocida en las provincias interiores del sur. Junto con los cachas mensajeros empezaron a llegar las contribuciones de metal precioso de todas partes, destinadas al rescate, las que debían acumularse en los sótanos de la residencia imperial para luego ser remitidas hasta más allá del lago grande y presentadas a los extranjeros que hostilizaban al representante de Inti en la tierra. Eran grandes cuevas por muy poco conocidas, donde ya existía oro y plata en gran abundancia, y sólo se esperaban al Cacique de los taraphucus para organizar la expedición que había de marchar veinticinco leguas al norte y traspasar allí el tesoro a otra expedición que, después de recorrida igual distancia, haría idéntico traspaso a una tercera y así sucesivamente hasta llegar a la ciudad donde estaba preso el monarca.
Llamábase Tanga-tanga al Cacique de los taraphucus y era él quien a punto de medianoche de un día caluroso y reseco, presagiador de tempestades, avanzaba con paso cierto y andar seguro hacia el Abra del Sol, guiando una ringlera de hombres cargados de pequeños fardos de metal precioso destinado al rescate del Inca. Una legua escasa faltaría para llegar al abra de donde se dominaba el panorama de Choke-chaca, cuando cruzo en su camino y se detuvo ante el mensajero enviado por el Gran Cacique para comunicarle que volviese para atrás con los tesoros, ya innecesarios, puesto que el Inca había sido muerto por los extranjeros que invadieran el Imperio.
Tanga-tanga escuchó sin interrumpir la relación del mensajero; hosco el semblante y torva la mirada quedó abstraído largo rato, cual si meditara sobre la orden que acababa de recibir. La columna de cargueros no dio un paso y más parecían todas estatuas de sombra que hombres en trabajo: tenían la vista fija en el suelo y ni respirar se les sentía.
Pasados algunos minutos volvió a los que guiara y alzando al cielo las manos crispadas exclamó con voz que en vano procuraba hacer tranquila:
— El Inca ha sido asesinado; nosotros no podemos vivir cuando él ha muerto. Oídme bien, junto a aquella roca saliente que está al pie del adoratorio, a la altura de media montaña, existe una cueva inmensa, que será mi tumba y la vuestra. Vamos allí.
La caravana sombría siguió el camino de ascensión que emprendió el Cacique. Cuando llegaron al punto señalado empezaba a clarear el alba.
Por orden de Tanga-tanga los indios dejaron en el suelo sus fardos y empezaron un trabajo violento y desesperado por mover una gran piedra empotrada en posición casi vertical. Una hora después la piedra cedió ligeramente y quedó descubierta una sima horrorosa y profunda. Tanga-tanga penetró con paso firme y ordenó a sus hombres seguirle conduciendo sus fardos. Una vez todos adentro mandó:
— Ahora, horadad abajo, donde reposa la piedra, para que vuelva a su antigua posición.
Los indios obedecieron silenciosos, con trabajo mecánico y febril, y la piedra cayó estrepitosamente sobre la boca obscura de la caverna cerrándola para siempre... para siempre.
Pasaron algunos años. La invasión conquistadora había sembrado el terror por dondequiera que pasó, y la población indígena huía a las montañas y se internaba en lo más profundo de los bosques, allí donde creyó que no llegaría el temerario español en busca de nuevos tesoros y nuevas aventuras.
La capital del distrito de los charcas vino a menos, fue abandonada por la mayoría de su escogida población y presentaba aspecto desolado, cuando llegaron "por las alturas del norte" los españoles del grupo de Gonzalo Pizarro y fundaron La Plata sobre las construcciones ruinosas de Choke-chaca.
Años después Diego del Castillejo, hijo de uno de los fundadores de mayor predicamento, era apuesto y galán. Conoció a la nieta de Titu, aquel valiente defensor de Choke-chaca que tanto miedo sembrara en las huestes atacantes de Pizarro, y se enamoró de ella siendo correspondido. Pero como apuesto y presumido, como galán y tornadizo, como joven e inquieto, pronto se sintió hastiado con las caricias de la india y decidió marcharse de La Plata.
Cierta ocasión dijo:
Me envían a Potosí y en breve partiré. Siento dejarte llorosa y afligida, pero el deber lo impone...
No es el deber -replicó ella prestamente- es la ambición. En Potosí han encontrado mucha plata y es el deseo de obtenerla lo que allí te guía; pero si tú quieres y no bastan mis amores, yo te daré cuantas tú quieras... ¡mas no te vayas! ¡No me dejes...!
Es preciso, observó él, que marche a Potosí. Las riquezas no me atraen; pero si tú me las ofreces así, tan generosa-mente, yo te las acepto, porque nunca están demás. Aplazaría el viaje por muchos meses-Mañana tendrás lo que deseas, dijo ella. Y se separaron.
Al anochecer del otro día la pareja subía con lentitud hacia una barriada pendiente, cruzando calles estrechas y pasadizos poco transitados. Llegados los amantes a las postreras huertezuelas de Guaya-paccha y ya en medio de sombras silentes, pidió ella cubrirle los ojos y conducirle así al lugar donde se encaminaban. Aceptó él la condición, y con un pañuelo atado en la cara y tomado del brazo de ella siguió el camino, largo aún y áspero. Subieron, bajaron, torcieron a la derecha, a la izquierda, volvieron a subir, volvieron a bajar y por fin se detuvieron.
Él notó que ella operaba sobre el suelo moviendo pedruscos y rompiendo ramajes, luego fue impulsado a descender una escala resbaladiza, cayó varias veces pero al fin llegó a sitio plano. Entonces, ella hizo luz y fomentó una pequeña hoguera, a cuyo débil resplandor quedó él deslumbrado por el inmenso tesoro que tenía ante sí.
Toma lo que quieras -dijo la joven india mirando con ternura a su amante- ahí tienes oro y plata y piedras preciosas cuantas quieras pero date prisa, porque es preciso volver ya. Por ti está mi vida en peligro, por tu amor. Si supiera alguien que tú estás aquí me darían muerte atroz. Vamos ya, lleva cuanto puedas.
Él, no se hizo repetir la orden y llenó los bolsillos de las calzas, la escarcela, los pliegues del jubón y aún la gorra, con cuantos objetos de oro estaban al alcance de su mano en medio de aquel formidable amontonamiento de riquezas metalíferas.
Volviéndole a cubrir los ojos retornaron a la ciudad en la misma forma y con iguales accidentes que a la subida.
Castillejo no partió a Potosí ni los amores se interrumpieron. Lejos de eso, él se mostró cada día más enamorado y era ella cada día más feliz, sin que eso le impidiese conocer cuánto su amado ansiaba dinero y cuan insensatamente lo derrochaba.
Dos meses pasarían desde la singular y misteriosa visita al tesoro oculto, cuando él, que había meditado un plan traidor, ella pidió una nueva entrega de oro para responder a las exigencias de su vida cortesana y a las obligaciones resultantes de sus costumbres disipadas. Siempre estaba en sus labios la amenaza del viaje a Potosí y siempre estaba en el corazón de ella el temor de perder a su amante.
Ofreció ella cumplir con los deseos de él, y él se preparó a la visita del tesoro llenado con granos de maíz la grande escarcela preparada para el efecto.
La noche señalada partieron ambos y él tuvo el cuidado de marchar observando bien la ruta y marcándola aquí y allí con pretextos que para ella no fueron inadvertidos. Cuando llegaron al campo abierto él empezó a dejar caer disimuladamente los granos de maíz, que otro día le conducirían al tesoro del que podría apoderarse completamente. Ella notó la traición pero permaneció silenciosa. Tenía el corazón oprimido, intensa palidez cubría su bello rostro, descompuesto por la ira y la decepción ya indudable, de los sentimientos del ser amado.
Complaciente él y disimulado dejó que vendaran sus ojos y dirigir hasta el fondo de la caverna guardadora de los tesoros; invitó ella a tomar lo que quisiera, pero él, ya con mayores perspectivas, se limitó a contemplar riquezas que consideraba suyas, poniendo en la escarcela sólo algunos tejos de oro.
De pronto ella, salvando un abismo de silencio que se había abierto entre ambos amantes y como dando escape a un pensamiento doloroso, dijo con voz temblorosa y atormentada:
— Capitán, me has engañado. Tratas de apoderarte del tesoro de Tanga-tanga, cuyo secreto sólo los míos conocen. Mi vida está en tus manos si se descubre que yo por tu amor, he hecho traición a los de mi nación; pero tú no saldrás ya de aquí y tendrás todo el oro que quiere tu ambición. ¡Tú serás el eterno guardián de los tesoros de Tanga-tanga.
Y Choke-chaca fue esa ciudad indígena de privilegio para el Inca, ciudad cuyo caserío tendido en las faldas del Churukjella y rodeado de jardines y campos de eterno verdor, concentró en sí todo lo más granado de la aristocracia de Charcas y supo dar frecuentes e indudables muestras de valor, cultura, y lealtad a la causa del poderoso imperio incaico.
Era la agricultura la dedicación constante de la población, todos trabajaban, todos contribuían al bienestar común empujando el arado sin distinción de edad ni sexo y abriendo el surco donde había de levantarse el gallardo maíz de apretadas mazorcas.
Pero cierto día la actividad agrícola fue brusca y dolorosamente interrumpida por las noticias en todo el imperio por las cachas, ágiles y resistentes corredores que hacían el servicio de comunicaciones de la Corte, quienes habían transmitido que hombres blancos y barbudos que despedían rayos y que cabalgaban en bestias feroces aprisionaron al emperador en Cakca-marca, lo que para darle libertad exigían enormes cantidades de plata y oro en rescate.
Veinte días pasaron ya desde que fueran conocidas las noticias de Cakca-marca, y de todos los puntos de la provincia transmitíanse al Gran Cacique gobernador en Choke-chaca los sentimientos pesarosos de los súbditos de Atahuallpa, cuya conducta traidora para con Huáscar, el legítimo soberano del Cuzco, no era bien conocida en las provincias interiores del sur. Junto con los cachas mensajeros empezaron a llegar las contribuciones de metal precioso de todas partes, destinadas al rescate, las que debían acumularse en los sótanos de la residencia imperial para luego ser remitidas hasta más allá del lago grande y presentadas a los extranjeros que hostilizaban al representante de Inti en la tierra. Eran grandes cuevas por muy poco conocidas, donde ya existía oro y plata en gran abundancia, y sólo se esperaban al Cacique de los taraphucus para organizar la expedición que había de marchar veinticinco leguas al norte y traspasar allí el tesoro a otra expedición que, después de recorrida igual distancia, haría idéntico traspaso a una tercera y así sucesivamente hasta llegar a la ciudad donde estaba preso el monarca.
Llamábase Tanga-tanga al Cacique de los taraphucus y era él quien a punto de medianoche de un día caluroso y reseco, presagiador de tempestades, avanzaba con paso cierto y andar seguro hacia el Abra del Sol, guiando una ringlera de hombres cargados de pequeños fardos de metal precioso destinado al rescate del Inca. Una legua escasa faltaría para llegar al abra de donde se dominaba el panorama de Choke-chaca, cuando cruzo en su camino y se detuvo ante el mensajero enviado por el Gran Cacique para comunicarle que volviese para atrás con los tesoros, ya innecesarios, puesto que el Inca había sido muerto por los extranjeros que invadieran el Imperio.
Tanga-tanga escuchó sin interrumpir la relación del mensajero; hosco el semblante y torva la mirada quedó abstraído largo rato, cual si meditara sobre la orden que acababa de recibir. La columna de cargueros no dio un paso y más parecían todas estatuas de sombra que hombres en trabajo: tenían la vista fija en el suelo y ni respirar se les sentía.
Pasados algunos minutos volvió a los que guiara y alzando al cielo las manos crispadas exclamó con voz que en vano procuraba hacer tranquila:
— El Inca ha sido asesinado; nosotros no podemos vivir cuando él ha muerto. Oídme bien, junto a aquella roca saliente que está al pie del adoratorio, a la altura de media montaña, existe una cueva inmensa, que será mi tumba y la vuestra. Vamos allí.
La caravana sombría siguió el camino de ascensión que emprendió el Cacique. Cuando llegaron al punto señalado empezaba a clarear el alba.
Por orden de Tanga-tanga los indios dejaron en el suelo sus fardos y empezaron un trabajo violento y desesperado por mover una gran piedra empotrada en posición casi vertical. Una hora después la piedra cedió ligeramente y quedó descubierta una sima horrorosa y profunda. Tanga-tanga penetró con paso firme y ordenó a sus hombres seguirle conduciendo sus fardos. Una vez todos adentro mandó:
— Ahora, horadad abajo, donde reposa la piedra, para que vuelva a su antigua posición.
Los indios obedecieron silenciosos, con trabajo mecánico y febril, y la piedra cayó estrepitosamente sobre la boca obscura de la caverna cerrándola para siempre... para siempre.
Pasaron algunos años. La invasión conquistadora había sembrado el terror por dondequiera que pasó, y la población indígena huía a las montañas y se internaba en lo más profundo de los bosques, allí donde creyó que no llegaría el temerario español en busca de nuevos tesoros y nuevas aventuras.
La capital del distrito de los charcas vino a menos, fue abandonada por la mayoría de su escogida población y presentaba aspecto desolado, cuando llegaron "por las alturas del norte" los españoles del grupo de Gonzalo Pizarro y fundaron La Plata sobre las construcciones ruinosas de Choke-chaca.
Años después Diego del Castillejo, hijo de uno de los fundadores de mayor predicamento, era apuesto y galán. Conoció a la nieta de Titu, aquel valiente defensor de Choke-chaca que tanto miedo sembrara en las huestes atacantes de Pizarro, y se enamoró de ella siendo correspondido. Pero como apuesto y presumido, como galán y tornadizo, como joven e inquieto, pronto se sintió hastiado con las caricias de la india y decidió marcharse de La Plata.
Cierta ocasión dijo:
Me envían a Potosí y en breve partiré. Siento dejarte llorosa y afligida, pero el deber lo impone...
No es el deber -replicó ella prestamente- es la ambición. En Potosí han encontrado mucha plata y es el deseo de obtenerla lo que allí te guía; pero si tú quieres y no bastan mis amores, yo te daré cuantas tú quieras... ¡mas no te vayas! ¡No me dejes...!
Es preciso, observó él, que marche a Potosí. Las riquezas no me atraen; pero si tú me las ofreces así, tan generosa-mente, yo te las acepto, porque nunca están demás. Aplazaría el viaje por muchos meses-Mañana tendrás lo que deseas, dijo ella. Y se separaron.
Al anochecer del otro día la pareja subía con lentitud hacia una barriada pendiente, cruzando calles estrechas y pasadizos poco transitados. Llegados los amantes a las postreras huertezuelas de Guaya-paccha y ya en medio de sombras silentes, pidió ella cubrirle los ojos y conducirle así al lugar donde se encaminaban. Aceptó él la condición, y con un pañuelo atado en la cara y tomado del brazo de ella siguió el camino, largo aún y áspero. Subieron, bajaron, torcieron a la derecha, a la izquierda, volvieron a subir, volvieron a bajar y por fin se detuvieron.
Él notó que ella operaba sobre el suelo moviendo pedruscos y rompiendo ramajes, luego fue impulsado a descender una escala resbaladiza, cayó varias veces pero al fin llegó a sitio plano. Entonces, ella hizo luz y fomentó una pequeña hoguera, a cuyo débil resplandor quedó él deslumbrado por el inmenso tesoro que tenía ante sí.
Toma lo que quieras -dijo la joven india mirando con ternura a su amante- ahí tienes oro y plata y piedras preciosas cuantas quieras pero date prisa, porque es preciso volver ya. Por ti está mi vida en peligro, por tu amor. Si supiera alguien que tú estás aquí me darían muerte atroz. Vamos ya, lleva cuanto puedas.
Él, no se hizo repetir la orden y llenó los bolsillos de las calzas, la escarcela, los pliegues del jubón y aún la gorra, con cuantos objetos de oro estaban al alcance de su mano en medio de aquel formidable amontonamiento de riquezas metalíferas.
Volviéndole a cubrir los ojos retornaron a la ciudad en la misma forma y con iguales accidentes que a la subida.
Castillejo no partió a Potosí ni los amores se interrumpieron. Lejos de eso, él se mostró cada día más enamorado y era ella cada día más feliz, sin que eso le impidiese conocer cuánto su amado ansiaba dinero y cuan insensatamente lo derrochaba.
Dos meses pasarían desde la singular y misteriosa visita al tesoro oculto, cuando él, que había meditado un plan traidor, ella pidió una nueva entrega de oro para responder a las exigencias de su vida cortesana y a las obligaciones resultantes de sus costumbres disipadas. Siempre estaba en sus labios la amenaza del viaje a Potosí y siempre estaba en el corazón de ella el temor de perder a su amante.
Ofreció ella cumplir con los deseos de él, y él se preparó a la visita del tesoro llenado con granos de maíz la grande escarcela preparada para el efecto.
La noche señalada partieron ambos y él tuvo el cuidado de marchar observando bien la ruta y marcándola aquí y allí con pretextos que para ella no fueron inadvertidos. Cuando llegaron al campo abierto él empezó a dejar caer disimuladamente los granos de maíz, que otro día le conducirían al tesoro del que podría apoderarse completamente. Ella notó la traición pero permaneció silenciosa. Tenía el corazón oprimido, intensa palidez cubría su bello rostro, descompuesto por la ira y la decepción ya indudable, de los sentimientos del ser amado.
Complaciente él y disimulado dejó que vendaran sus ojos y dirigir hasta el fondo de la caverna guardadora de los tesoros; invitó ella a tomar lo que quisiera, pero él, ya con mayores perspectivas, se limitó a contemplar riquezas que consideraba suyas, poniendo en la escarcela sólo algunos tejos de oro.
De pronto ella, salvando un abismo de silencio que se había abierto entre ambos amantes y como dando escape a un pensamiento doloroso, dijo con voz temblorosa y atormentada:
— Capitán, me has engañado. Tratas de apoderarte del tesoro de Tanga-tanga, cuyo secreto sólo los míos conocen. Mi vida está en tus manos si se descubre que yo por tu amor, he hecho traición a los de mi nación; pero tú no saldrás ya de aquí y tendrás todo el oro que quiere tu ambición. ¡Tú serás el eterno guardián de los tesoros de Tanga-tanga.
Y presta como una vicuña, antes que él
volviera de la espantosa confusión que le habían producido las primeras
palabras de la engañada, mató la pequeña hoguera con los pies y corrió hacia la
salida de la cueva. Él la siguió implorante, pero ella al par que corría
ascendiendo por vericueto conocido, lanzaba piedras hacia atrás. Una vez fuera
de la sima, colocó afanosamente los pedruscos y ramajes que disimulaban la
entrada y se dejó caer sobre el riacho de cauce profundísimo que corta el
sendero por la izquierda, para retornar a la ciudad por camino distinto del que
había seguido cuando salía tiernamente acompañada por el traidor que meditara
su perdición.